bodega & viñedos en La Gomera

ABC. La Gomera: la isla guardiana de la uva forastera y el primer vino enterrado.

Reliquia entre las variedades prefiloxéricas, una bodega local lucha por poner en valor esta joya vitícola única

Una mano pellizcante dibujó hace 12 millones de años su red de valles, que parten desde ese pulmón abrumador que es el Garajonay. En él ahondan las raíces de una de las islas más singulares del archipiélago canario entre laurisilva, cepas rastreras prefiloxéricas, palmas y papas. Un lugar que ha forjado su identidad, su carácter y su historia vinculada a la supervivencia de un territorio escarpado, volcánico y espectacular por su belleza. Es La Gomera.

Esa que seduce y cautiva al turista por sus barrancos, abancalados de la costa a la cima desde el siglo XV y que la naturaleza va reconquistando con el goteo de abandonos de cultivos. Visitar la isla es fácil, pero vivir en ella –y sobre todo de ella– requiere una dosis de entrega y casi amor en cantidades muy elevadas. Gloria Negrín pellizca a su vez la tierra –y la guitarra con la que le canta cuando no está en la viña– de las cepas que plantaron sus ancestros, dibujando una ínsula vitícola y heroica en un lugar llamado Altos de Chipude. Su bodega homónima y sus vinos son fruto de una variedad única: la forastera gomera.

Blanca, genuinamente local pese al nombre –sin coincidencias genéticas reseñables con otras uvas– y resistente a imagen y semejanza del carácter de quien las cosecha es la responsable de una de esas historias románticas del vino que se materializa bajo la etiqueta de Rajadero. Un blanco elaborado además con un 15 % de listán blanco que ha despertado recientemente el interés de una de las críticas más respetadas del mundo: la inglesa Jancis Robinson, a través del exsumiller de elBulli Ferran Centelles.

Entre su escasa producción, que nace a los pies del Parque Nacional de Garajonay –a 1.150 metros de altitud sobre el océano Atlántico–, Negrín decidió hace un par de años enterrar cien de sus botellas recordando una anécdota familiar. Su abuela Adoración dejó olvidada bajo tierra una botella de vino mientras trabajaban en la viña –algo frecuente para protegerlo del calor y poder beberlo más fresco–. Cuando cayó en el descuido habían pasado meses. Al probarlo, comprobaron que había evolucionado pero estaba bueno.

«Rajadero enterrado no se vende. Se subasta porque todo el mundo quiere una botella», explica sobre el éxito de este vino cubierto de tierra en la propia viña. «No lacramos el corcho porque creemos que hay una transferencia de la tierra hacia el interior», añade el enólogo Pablo López, una suerte de enciclopedia de los vinos canarios, un experto de sus variedades que trabaja también con la conocida bodega El Sitio.

Todo cuanto rodea a Altos de Chipude tiene tintes familiares: las viñas, de más de 60 años, las plantó su abuelo paterno Aurelio en la finca Rajadero para que cuando su hijo Antonio –padre de Gloria– regresara de Venezuela tuviera un futuro. Emigró en 1955 para trabajar haciendo maletas y amasando un pequeño capital con el que criar a su familia en Canarias. Sus herramientas lucen hoy en la antigua bodega que su hija y su pareja conservan como homenaje a su padre y a los vinos «del país» que vendía en su «tiendita» a sus vecinos.

Cuando ella decidió tomar el relevo, en 2014, y hacer una bodega moderna, no lo tuvo fácil. Contó con el descrédito de buena parte de los viñadores de la zona. Ser mujer en un sector dominado por los hombres no lo puso fácil. «Todo lo que hacía se cuestionaba. A veces me tildaban de loca por querer hacer las cosas diferente. Ahora me escuchan y me respetan», relata Negrín sentada a la mesa del restaurante Abisinia de Valle Gran Rey, uno de los establecimientos volcados con la cocina local que cuenta con sus vinos en carta –también La Montaña, el tinto que elaboran con listán negro–.

El Palmar, otro de los espacios de cocina tradicional canaria en esta zona de La Gomera –desde un potaje de berros hasta un atún rojo con mojo gomero y papas–, da a conocer las joyas enterradas de Negrín a los numerosos turistas –sobre todo alemanes– que pasan largas temporadas en la isla. En una noche pueden vender dos de las botellas enterradas con un valor en carta que ronda los cien euros. «Si hubiera más, más venderíamos», afirman.

Pero no se trata de la cantidad, sino de averiguar qué ocurre en el interior del cristal durante los seis meses que está en el subsuelo. «Aparece la tierra y laurisilva. Cada botella tiene algo de singular. A veces, hinojo. Otras, fruta asada y, cuando evoluciona en botella, hasta toques a membrillo», describen a los pies de las viñas López y Negrín. «Es un vino muy gastronómico, versátil como el Rajadero normal, que funciona con grasas como el foie y también para equilibrar la potencia de los ahumados, por ejemplo», destaca sobre sus armonías culinarias.